domingo, 1 de septiembre de 2013

RETORNO A CHAMONIX (3ª parte)

El valle de Chamonix está situado en una esquinita de Francia, que linda con Suiza y con Italia. A unos treinta kilómetros de la ciudad, valle arriba, está la primera de las dos fronteras, totalmente abierta y de paso libre. La carretera es preciosa, se pasa por Argentiere y por Vallorcine, con espectaculares vistas del glaciar de Le Tour, al que por cierto le tengo unas ganas tremendas.





Una vez en territorio suizo, pasado el col de La Forclaz, comienza un vertiginoso descenso hasta Martigny, ciudad situada en el fondo plano de un imenso valle que se alarga hasta perderse de vista, es el valle del Ródano, al que vierten todas las aguas de las montañas suizas, o de gran parte de ellas. Las dimensiones son colosales.
Visitamos Martigny, típica ciudad suiza, arreglada como un escaparate, pulcra, salpicada de terracitas donde tomar el sol y prohibitivos restaurantes donde degustar la gastronomia local, rodeada de perfectos viñedos situados en laderas y bancales cercanos, y famosa tambien por sus frutales, sobre todo los albaricoques, que se venden a lo largo de toda la carretera.
Nosotros giramos hacia el sur, para subir de nuevo hasta el paso del Gran San Bernardo, por una espectacular y sinuosa carretera, con un 11% de inclinación, y plagada de moteros, que también me ponen los dientes largos, (es que me gusta todo).
En lo alto del collado, a 2.473 m. de altitud, nos recibe un viento frio y nubes bajas, pero a pesar de ello nos bajamos y hacemos una visita del lugar, cargado de historia. Por aquí pasaba una importante calzada romana, la via Francígena, y en 1035 se edificó un hospicio de canónigos que hoy sigue abierto y que recibe a los viajeros y caminantes. Estos monjes se dedicaron entre otras cosas a reunir y adiestrar grandes perros que ayudaran al socorro y rescate de los peregrinos y de ahí la famosa raza de San Bernardos, que allí mismo se siguen criando (aunque creo que ya no llevan el barril de coñac al cuello).
Dejamos atras Suiza y entramos en Italia, por grandes y soleados bosques de montaña, que nos llevan después de una larga bajada al valle de Aosta. Estos italianos del norte no creo que sean más ricos que los suizos, pero si son mas ostentosos, sobre todo en los coches, no paran de verse Ferraris y grandes marcas por todos lados.
Llegamos a Courmayeur, que es un pueblo precioso al otro lado del Mont Blanc, en la cara sur. Es la versión italiana de Chamonix, con el mismo estilo refinado y consumista, pero realzando aun mas el caracter histórico de los primeros montañeros y guias de montaña. La casa y el cafe de los guias es un edificio lleno de encanto. De Courmayeur nos acercamos a Entreves, al pie justo del macizo, que por esta cara resulta sobrecogedor, con esos glaciares y espolones rocosos, que como además hoy estaban rodeados de negras nubes, aún tenían un aspecto más siniestro.
Hemos hecho 150 kms. de carretera de montaña desde Chamonix hasta aqui y ahora tomamos el tunel del Mont Blanc y en 11 km., como por arte de magia, estamos de vuelta en nuestro punto de partida, eso sí, previo pago de 40 eurazos de peaje. Pasar por el tunel, sabiendo la masa, las toneladas de roca y de hielo que tienes sobre la cabeza, resulta cuando menos curioso.
Se acaban nuestros días de vacaciones. Para finalizar, tenemos una noche de gran tormenta eléctrica y un día que amenece gris y lluvioso. Casi se agradece, después de días de tanto calor. Nos dedicamos a pasear, con capucha puesta, por los bosques cercanos a Les Houches, junto al lago de Les Chavants, donde la gente sube a pescar y donde también hay itinerarios, zona de escalada y zonas de juegos. Un lugar idilico, sin duda, ojalá tuviera uno algo parecido al lado de casa.
Por la tarde el tiempo mejora y desde mi balcón contemplo el espectáculo. Primero sale un arco iris que cruza todo el valle, luego deja de llover y las laderas lentamente se van iluminando. Las nubes poco a poco se retiran y empiezan a surgir entre ellas, como apariciones, las grandes paredes y peñas rocosas, cubiertas de una nueva y brillante capa de nieve. Finalmente, las altas cumbres se van perfilando y los glaciares resplandecen más blancos que nunca, como si alguien les hubiera aplicado una mano de pintura. Agoto una tarjeta de memoria y meto otra, mi cámara de fotos está que echa humo, pero no puedo dejar pasar este momento.
(Si no entiendes porqué me gusta tanto esto o te resulta aburrido lo que cuento, seguramente te has equivocado de blog).
Nos vamos, con dolor de nuestro corazón y con los bolsillos vacios.
Volveremos.
La próxima, en invierno.
Gracias a todos los que hayais leido estas líneas, ojalá os haya contagiado un poco de mi amor por este lugar del planeta.